jueves, 29 de diciembre de 2011

No hay nada como ser niño...

                                                                                Por Raul Góngora Marín

    Aunque cuando lo eres, no puedes comparar con ninguna época de la vida, por lo que no valoras la increíble libertad y desinhibición que se disfruta. Cualquier rincón se convierte en un mágico campo de juego. Sin límites. Incluso mejor, tú mismo estableces tus propias reglas.
    El problema aparece cuando el campo de juego se comparte con otros elementos que no siguen las mismas normas, sino que se ciñen a las de los mayores. Y sobre todo, esperan que tú también las cumplas.
   Pero si losretoños humanosdisfrutan de libertad y desinhibición es porque aún no han adquirido la capacidad de limitarse.Por eso, para evitar que la carencia de límites les lleve a entornos inseguros, y aunque nos duela el alma, la obligación de los adultos es imponer límites. Establecer las reglas.
    En los últimos años, la neurociencia nos ha enseñado cómo funcionas el cerebro. Es una máquina biológica asombrosa. Su plasticidad es enorme y, contrariamente a lo que se creía, perdura hasta la más avanzada edad (si no sobreviene algún mal, claro está). No obstante, hay dos épocas en que su desarrollo alcanza cosas increíbles: los primeros años de vida y la adolescencia.
    En los primeros tres años, cuando se forma la personalidad del futuro adulto, el cerebro del niño crea un millón de nuevas conexiones sinápticas por segundo. Es posible alterar dichos caminos más adelante en la vida, pero es más difícil. Cada nuevo estímulo permite alterar, literalmente, la estructura del cerebro. La neurociencia ha avanzado hasta el punto de saber qué estímulosson adecuados para fomentar esos cambios. Obviamente lo ideal es proporcionar dichos estímulos justo en el momento en que la creación de sinapsis es más activa.
    Esto es algo que ya sabíamos. Lo que se aprende de pequeños dura para toda la vida. En cambio, reeducarse siendo adulto es más complicado, requiere muchísima voluntad (que por cierto, la fuerza de voluntad no es una cualidad natural, es aprendida; por ello nos cuesta tanto tenerla). Por eso cada segundo que pasamos sin enseñar algo a un niño es una oportunidad perdida.Y lo que es peor, a menudo no solo omitimos una enseñanza positiva, sino que damos una enseñanza negativa. Porque los niños aprenden todo lo que ven, los estímulos que reciben quedan gravados en su cabeza en forma de nuevas conexiones entre sus neuronas.
    Recuerdo algo que vi hace algunos años. Estaba esperando en un semáforo peatonal, en la acera de enfrente había una madre con una niñita de la mano. Un señor pasó a su lado, miró a izquierda y derecha e hizo el ademán de empezar a caminar.La madre le llamó la atención.Dijo "oiga, por favor",mientras alargaba elcuello apuntando a su retoño. El hombre dió un paso atrás y masculló una vergonzosa disculpa. Analizando ésta anécdota,elhecho de que el hombre entendiera lo que quería decir la madre y que se avergonzara por ello, significa que él sabía que estaba actuando incorrectamente, que era el mal ejemplo. Sabía cuál era la actitud correcta y eligió ignorarla. No tenía bién aprendido su límite.
    La madre dió suma importancia a evitar que su chiquilla aprendiera cómo saltarse una norma básica. Reforzó una conducta positiva, que en el futuro podía salvar su vida; la niña ha aprendido que un semáforo en rojo es un límite que no se puede pasar; es norma universal, no solo para ella.

    Lo dicho se puede aplicar en todos los ámbitos de la vida; y en la educación vial tiene una seria gravedad. Y es que todos, queramos o no, somos usuarios de la vida. Cuando uno estudia trigonometría puede dudar si le será útil, pero aprender a moverse en un entorno social, ya sea apie o en vehículo,es algo que todos enfrentamos en nuestra vida.

    Por ello es imprescindible aprovechar la época en que el cerebro se está estructurando para que los futuros ciudadanos aprendan cuáles son los límites que deben respetar en la circulación, en la calle o la carretera; ya no puede inventar sus propias reglas. Sobre todo, porque no respetar límites una sola vez puede cambiar la vida para siempre.

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